lunes, 5 de mayo de 2014

El cuento del Padre Luis Coloma.

Hablábamos anteriormente sobre el cuento que el Padre Luis Coloma había hecho al rey Buby (Alfonso XIII de España) cuando éste último tenía ocho años, en el año de 1894. Todo comenzó cuando al pequeño rey se le cayó un diente, entonces los reyes le pidieron al jesuita que le hiciera un cuento.  De allí salió la maravillosa historia que hasta la fecha a conquistado a todos y se ha vuelto un clásico de la literatura infantil española. Aquí les dejo la historia completa, espero que les agrade.


Á SU ALTEZA REAL EL SERENISIMO SEÑOR PRÍNCIPE DE ASTURIAS, DON ALFONSO
DE BORBÓN Y BATTENBERG.

     Señor:

     Hace cerca de veinte años que escribí estas páginas para S. M. el
     Rey D. Alfonso XIII, vuestro augusto padre. Permitidme, Señor, que,
     al reimprimirlas hoy, las dedique á V. A., deseoso de que arraigue
     en vuestra alma, tan honda y fructuosamente como arraigó en vuestro
     padre, la sencilla y sublime idea de la verdadera fraternidad
     humana.

     Que Dios bendiga á V. A. como de todo corazón lo pide diariamente,
     su affmo. en Cristo,

     Luis Coloma, S. J.


     Sembrad en los niños la idea, aunque no la entiendan: los años se
     encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla florecer en
     su corazón.

Entre la muerte del rey que rabió y el advenimiento al trono de la reina
Mari-Castaña existe un largo y obscuro período en las crónicas, de que
quedan pocas memorias. Consta, sin embargo, que floreció en aquella
época un rey Buby I, grande amigo de los niños pobres y protector
decidido de los ratones.

Fundó una fábrica de muñecos y caballos de cartón para los primeros, y
sábese de cierto, que de esta fábrica procedían los tres caballitos
cuatralbos, que regaló el rey D. Bermudo,el Diácono, á los niños de
Hissén I, después de la batalla de Bureva.


Consta también que el rey Buby prohibió severamente el uso de ratoneras
y dictó muy discretas leyes para encerrar en los límites de la defensa
propia los instintos cazadores de los gatos: lo cual resulta probado,
por los graves disturbios que hubo entre la reina doña Goto ó Gotona,
viuda de D. Sancho Ordóñez, rey de Galicia, y la Merindad de Ribas de
Sil, á causa de haberse querido aplicar en ésta las leyes del rey Buby
al gato del Monasterio de Pombeyro, donde aquella Reina vivía retirada.

El caso fué grave y sus memorias muy duraderas, por más que unos
autores digan que el gato en cuestión se llamaba Russaf Mateo, y otros
le llamen simplemente Minini. De todos modos el hecho resulta probado,
aunque nada diga sobre ello Vaseo, ni tampoco lo mencione el Cronicón
Iriense, y el bueno de D. Lucas de Tuy haga como que se olvida del caso,
quizá, quizá, por razones de conveniencia.


Consta también que el rey Buby comenzó á reinar á los seis años bajo la
tutela de su madre, señora muy prudente y cristiana, que guiaba sus
pasos y velaba á su lado, como hace con todos los niños buenos el ángel
de su guarda.


Era entonces el rey Buby un verdadero encanto, y cuando en los días de
gala le ponían su corona de oro y su real manto bordado, no era el oro
de su corona más brillante que el de sus cabellos, ni más suaves los
armiños de su manto que la piel de sus mejillas y sus manos. Parecía un
muñequito de Sévres, que en vez de colocarlo sobre la chimenea, lo
hubieran puesto sentadito en el trono.

Pues sucedió, que comiendo un día el Rey unas sopitas, se le comenzó á
menear un diente. Alarmóse la corte entera, y llegaron, uno en pos de
otro, los médicos de Cámara. El caso era grave, pues todo indicaba que
había llegado para S. M. la hora de mudar los dientes.

Reunióse en consulta toda la Facultad; telegrafióse á Charcot, por si
venía complicación nerviosa, y decretóse al cabo sacar á S. M. el
diente. Los médicos quisieron cloroformizarle, y el Presidente del
Consejo sostuvo porfiadamente esta opinión, por ser él tan
impresionable, que nunca dejaba de hacerlo cada vez que se cortaba el
pelo.

Pero el rey Buby era animoso y valiente, y empeñóse en arrostrar el
peligro cara á cara. Quiso, sin embargo, confesarse antes, porque faena
hecha no ocupa lugar, y después de todo, lo mismo puede escaparse el
alma por la herida de una lanza, que por la mella de un diente.


Atáronle, pues, al suyo una hebra de seda encarnada, y el médico más
anciano comenzó á tirar con tanto pulso y acierto, que á la mitad del
empuje hizo el Rey un pucherito, y saltó el diente tan blanco, tan
limpio y tan precioso como una perlita sin engaste.

Recogiólo en un azafate de oro el gentilhombre Grande de guardia, y fué
á presentarlo á S. M. la Reina. Convocó ésta al punto el Consejo de
Ministros, y dividiéronse las opiniones.
Querían unos engarzar en oro el dientecito y guardarlo en el tesoro de
la Corona; y proponían otros colocarlo en el centro de una rica joya, y
regalarlo á la imagen de la Virgen, patrona del Reino. Pareceres ambos
en que descubrían aquellos ministros cortesanos, más bien el deseo de
halagar á la madre, que el de servir á la Reina.


Mas esta Señora, que como mujer lista no fiaba de aduladores y era muy
prudente y amiga de la tradición, resolvió que el rey Buby escribiese á
Ratón Pérez una atenta carta, y pusiese aquella misma noche el diente
debajo de su almohada, como ha sido y es uso común y constante de todos
los niños, desde que el mundo es mundo, sin que haya memoria de que
nunca dejase Ratón Pérez de venir á recoger el diente y á dejar en
cambio un espléndido regalo.

Así lo hizo ya el justo Abel en su tiempo, y hasta el grandísimo pícaro
de Caín puso su primer diente, amarillo y apestoso como uno de ajo,
escondido entre la piel de perro negro que le servía de cabecera. De
Adán y Eva no se sabe nada: lo cual á nadie extraña, porque como
nacieron grandecitos, claro está que no mudaron los dientes.

Apuradillo se vió el rey Buby para escribir la carta; pero consiguiólo
al cabo, y no sin grande suerte, pues tan sólo llegó á mancharse de
tinta los cinco dedos de cada mano, la punta de la nariz, la oreja
izquierda, un poco del borceguí derecho y todo el babero de encajes

desde arriba hasta abajo.

Acostóse aquella noche más temprano que de costumbre, y mandó que
dejasen encendidos en la alcoba todos los candelabros y arañas. Puso con
mucho primor debajo de la almohada la carta con el diente dentro, y
sentóse encima dispuesto á esperar á Ratón Pérez, aunque fuese necesario
velar hasta el alba.



Ratón Pérez tardaba, y el Reyecito se entretuvo en pensar el discurso
que había de pronunciarle. Á poco abría Buby mucho los ojitos, luchando
contra el sueño que se los cerraba: cerróselos al fin del todo, y el
cuerpecillo resbaló buscando el calor de las mantas, y la cabecita quedó
sobre la almohada, escondida tras un brazo, como esconden los pajaritos
la suya debajo del ala.

De pronto, sintió una cosa suave que le rozaba la frente. Incorporóse de
un brinco, sobresaltado, y vió delante de sí, de pie sobre la almohada,
un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de

lienzo crudo y una cartera roja, terciada á la espalda.

Miróle el rey Buby muy espantado, y Ratón Pérez, al verle despierto,
quitóse el sombrero hasta los pies, inclinó la cabeza según el
ceremonial de corte, y en esta actitud reverente esperó á que Su
Majestad hablase.

Pero S. M. no dijo nada, porque el discurso se le olvidó de pronto, y
después de pensarlo mucho, tan sólo acertó á decir algún tanto azorado:

--Buenas noches...


Á lo cual respondió Ratón Pérez profundamente conmovido:

--Dios se las dé á V. M. muy buenas.


Y con estas corteses razones, quedaron Buby y Ratón Pérez los mejores
amigos del mundo. Conocíase á la legua que era éste un ratón muy de
mundo, acostumbrado á pisar alfombras y al trato social de personas
distinguidas.

Su conversación era variada é instructiva y su erudición pasmosa. Había
viajado por todas las cañerías y sótanos de la corte, y anidado en todos
los archivos y bibliotecas: sólo en la Real Academia Española se comió
en menos de una semana tres manuscritos inéditos que había depositado
allí cierto autor ilustre.

Habló también de su familia, que no era muy numerosa: dos hijas, ya
casaderas, Adelaida y Elvira, y un hijo adolescente, Adolfo, que seguía
la carrera diplomática, en el cajón mismo en que el Ministro de Estado
guardaba sus notas secretas. De su mujer habló poco y como de paso, por
lo cual sospechó el Reyecito que habría allí alguna _messa allianza_, ó
quizá disensiones matrimoniales.

Oíale todo esto el rey Buby embobado, extendiendo de cuándo en cuándo
maquinalmente la manita, para cogerle por el rabo. Mas Ratón Pérez, con
una oscilación rápida y ceremoniosa, ponía el rabo de la otra parte,
burlando así el intento del niño, sin faltar en nada al respeto debido
al Monarca.

Era ya tarde, y como el rey Buby no pensaba en despedirle, Ratón Pérez
insinuó hábilmente, sin faltar á la etiqueta, que le era forzoso acudir
aquella misma noche á la calle de Jacometrezo, número 64, para recoger
el diente de otro niño muy pobre, que se llamaba Gilito. Era el camino
áspero y hasta cierto punto peligroso, porque había en la vecindad un
gato muy mal intencionado, que llamaban D. Gaiferos.
Antojósele al rey Buby acompañarle en aquella expedición, y así se lo
pidió á Ratón Pérez con el mayor ahinco. Quedóse éste pensativo,
atusándose el bigote: la responsabilidad era muy grande, y érale forzoso
además detenerse en su propia casa para recoger el regalo que había de
llevar á Gilito en cambio de su diente.

Á esto respondió el rey Buby que él se tendría por muy honrado con
descansar un momento en casa tan respetable.

La vanidad venció á Ratón Pérez, y apresuróse á ofrecer al rey Buby una
taza de té, á trueque de conquistar el derecho de poner cadenas en la
puerta de su casa, como se hacía en aquellos tiempos en todas las que
conseguían el honor de hospedar á un monarca.

Vivía Ratón Pérez en la calle del Arenal, núm. 8, en los sótanos de
Carlos Prats[A], frente por frente de una gran pila de quesos de
Gruyère, que ofrecían á la familia de Pérez, próxima y abastada
despensa.

Fuera de sí de contento, tiróse el rey Buby de la cama, y comenzó á
ponerse su blusita. Mas Ratón Pérez saltó de repente sobre su hombro, y
le metió por la nariz la punta del rabo: estornudó estrepitosamente el
Reyecito, y por un prodigio maravilloso, que nadie hasta el día de hoy
ha podido explicarse, quedó convertido, por el mismo esfuerzo del
estornudo, en el ratón más lindo y primoroso que imaginaciones de hadas
pudieran soñar.

Era todo él brillante como el oro, y suave como la seda, y tenía los
ojitos verdes y relucientes como dos esmeraldas _cabochon_.


Tomóle de la mano Ratón Pérez, sin usar ya tantas ceremonias, y entróse
con él, disparado como una bala, por un agujero que debajo de la cama y
oculto por la alfombra había.
 
Era su carrera desatinada, obscuro el camino, húmedo y hasta pegajoso, y
cruzábanse á cada paso con bandadas de diminutas alimañas, que á tientas
les pinchaban y mordían.

Á veces deteníase Ratón Pérez en alguna encrucijada, y exploraba el
terreno antes de seguir adelante: todo lo cual puso al rey Buby un poco
nervioso y de mal humor, porque llegó á sentir desde el hociquito hasta
la punta del rabo ciertos ligeros escalofríos que le parecieron señales
de miedo. Acordóse, sin embargo, de que

      El miedo es natural en el prudente,
    Y el saberlo vencer es ser valiente,

y se venció y fué valiente por razón, que es en lo que el verdadero
valor consiste.
Tan sólo una vez, al sentir un estrépito espantoso sobre su cabeza, que
no parecía sino que pasaban por encima diez docenas de Ripers-Oliva,
preguntó muy bajito á Ratón Pérez si era allí donde vivía D. Gaiferos.
Contestóle Ratón Pérez haciendo con el rabo un ademán negativo, y
siguieron adelante.

Á poco entraron en una suave explanada, que venía á desembocar en un
sótano ancho y muy bien embaldosado, donde se respiraba una atmósfera
tibia, perfumada de queso. Doblaron una enorme pila de éstos, y
encontráronse frente á frente de una gran caja de galletas de Huntley.

Allí era donde vivía la familia de Ratón Pérez, bajo el pabellón de
Carlos Prats, tan á sus anchas y con tanta holgura, como pudo vivir la
rata legendaria de la fábula, en el queso de Holanda.

Ratón Pérez presentó el rey Buby á su familia como un _touriste_
extranjero que visitaba la corte, y las ratonas le acogieron con esa
elegante _aisance_ de las damas acostumbradas á mucho trato. Las
señoritas hacían labor con su aya Miss Old-Cheese, ratona inglesa muy
ilustrada, y la señora de Pérez bordaba para su marido un precioso gorro
griego al calor de una chimenea en que ardía alegre fuego de rabitos de
pasas.


Agradó mucho al rey Buby aquel plácido interior de familia burguesa, que
revelaba en todos sus detalles esa _aurea mediocritas_ (dorada medianía)
de que habla el poeta como del estado más apto para hallar paz y
felicidad en esta vida.


Sirvieron el té Adelaida y Elvira en primorosas tazas de cáscaras de
alubias, y luego _se hizo_ un poco de música. Adelaida cantó al arpa el
aria de Desdémona, _assisa al pie d'un salice_, con un gusto y
afinación que encantaron al rey Buby.

No era Adelaida bonita, pero tenía modales muy distinguidos, y hacía
oscilar su rabo con cierta melancólica coquetería, que revelaba, sin
duda, alguna pena secreta.

Elvira, por el contrario, era vivaracha y hasta un poco ordinaria; pero
la energía de su alma le rebosaba por los ojos, y el rey Buby creyó ver
delante de sí una espartana repitiendo el himno de las Termópilas,
cuando cantó al piano con trágica entonación y enérgicos rencores de
raza:

      En el Hospital del Rey
    Hay un ratón con tercianas,
    Y una gatita morisca
    Le está encomendando el alma.

Entró en esto Adolfo, que venía del Jockey-Club, donde con harto
sentimiento de sus padres perdía tiempo y dinero jugando al _Pocker_ con
los ratones agregados á la Embajada alemana.

El roce continuo con estos diplomáticos le había engreído y
extranjerizado, y no tenía otros tópicos de conversación que el _Polo_ y
el _Lawn-Tennis_.


Con gusto hubiera prolongado el rey Buby la velada, pero Ratón Pérez,
que se había ausentado un momento, volvió con su cartera terciada á la
espalda, y al parecer bien repleta, y le manifestó respetuosamente que
ya era hora de partir.

Hizo, pues, el rey Buby, con mucha gracia, sus corteses ofrecimientos de
despedida, y la Ratona Pérez, en un arranque de cordialidad un poco
burguesa, plantóle en cada mejilla un sonoro beso. Adelaida le tendió
una pata con cierto aire sentimental, que parecía decir:

--¡Hasta el cielo!

Elvira le dió un apretón de manos á la inglesa, y Miss Old-Cheese le
hizo una ceremoniosa cortesía á lo reina Ana Stuard, y le enfiló su
_lorgnon_ de concha hasta que le perdió de vista.

Adolfo estuvo también muy expresivo: acompañóles hasta la entrada de la
cañería, y allí reiteró á Buby su ofrecimiento de presentarlo en el
Polo-Club, y le recomendó por tercera vez el uso de las raquetas J. Tate
del núm. 12, ó á lo más del 12-1/2. Las del 13 resultaban ya, para manos
ratoniles, algo pesadas.

Agradecióselo mucho el Reyecito, y se despidió pensando que Adolfo
podría ser en verdad muy elegante, pero que sin duda tenía los sesos de
picatoste.

Comenzaron de nuevo su desatinada carrera Buby y Ratón Pérez, con un
lujo de precauciones que sobresaltaron al Reyecito.


Caminaba delante un grueso pelotón de fornidos ratones, gente toda de
guerra, cuyas aceradas bayonetas de finas agujas relumbraban á veces en
la obscuridad. Detrás venía otro pelotón no menos numeroso, armados
también hasta los dientes.

Confesó entonces Ratón Pérez que no se había determinado á emprender
aquella expedición, sin garantir suficientemente con aquella aguerrida
escolta de Cazadores ligeros la persona del joven monarca que con tanta
nobleza se le confiaba.
De repente vió el rey Buby que desaparecía la vanguardia entera por un
estrecho agujero, que dejaba escapar reflejos de tenue luz.

Había llegado el momento del peligro, y Ratón Pérez, despacito, haciendo
vibrar suavemente la punta del rabo, asomó poquito á poco el hocico por
aquel temeroso boquete: observó un segundo, retrocedió dos pasos, tornó
á avanzar lentamente, y de improviso, agarrando al rey Buby por la mano,
lanzóse con la rapidez de una flecha por el agujero, atravesó como una
exhalación una extensa cocina, y desapareció por otro agujero que frente
por frente había, detrás del fogón.

Con la rapidez con que se ven en el día de hoy desfilar los palos del
telégrafo por las ventanillas de un tren, así vió pasar el rey Buby ante
sus ojos, en su veloz carrera, el pavoroso cuadro de aquella cocina...
Al calorcito de la lumbre oculta bajo el rescoldo dormía el temido D.
Gaiferos, gatazo enorme, cartujano, cuyos erizados bigotes subían y
bajaban al compás de su pausada respiración...

La guardia ratonil, inmóvil, silenciosa, preparada, mordiendo ya casi el
cartucho, protegía el paso del rey Buby, formando desde el dormido D.
Gaiferos hasta los dos agujeros de entrada y de salida el formidable
triángulo romano de la batalla de Ecnoma...

Era aquello imponente y aterrador...

Una vieja feísima dormía en una silla, con la calceta á medio hacer
caída sobre las faldas.



Cesó el peligro una vez franqueado el agujero de salida, y faltaba ya
tan sólo subir á la última buhardilla de aquella misma casa, que era
donde Gilito vivía. Todo era entrada en aquella miserable habitación
abierta á todos los vientos, y los ratones la invadieron por rendijas,
grietas y agujeros, como se invade una ciudad ya desmantelada.

Encaramóse el rey Buby en el palo de una silla sin asiento, única que
había, y desde allí pudo abarcar todo aquel cuadro de horrible miseria,
que nunca hubiera podido ni aun siquiera imaginar.

Era aquello un cuchitril infecto, en que el techo y el suelo se unían
por un lado, y no se separaban lo bastante por el otro para dejar cabida
á la estatura de un hombre. Entraba por las innumerables rendijas el
viento helado del alba, que ya clareaba, y veíanse por debajo de la
tejavana del techo grandes cuajarones de hielo.

No había allí más muebles que la silla que servía de observatorio al rey
Buby, un cesto de pan vacío, colgado del techo á la altura de la mano, y
en el rincón menos expuesto á la intemperie, una cama de pajas y de
trapos, en que dormían abrazados Gilito y su madre.
Acercóse Ratón Pérez, llevando al rey Buby de la mano, y al ver éste de
cerca al pobre Gilito, asomando las yertas manecitas por los trapos
miserables que le cubrían, y pegada la preciosa carita al seno de su
madre, para buscar allí un poco de calor, angustiósele el corazón de
pena y de asombro, y rompió á llorar amargamente.


¡Pero si él nunca había visto eso!... ¿Cómo era posible que no hubiese
él sabido hasta entonces que había niños pobres que tenían hambre y
frío y se morían de miseria y de tristeza en un horrible camaranchón?...
¡Ni mantas quería él ya tener en su cama, mientras hubiese en su reino
un solo niño que no tuviera por lo menos tres calzones de bayeta y un
vestidito de bombasí!...


Conmovido también Ratón Pérez, se enjugó á hurtadillas una lágrima con
la pata, y procuró calmar el dolor del rey Buby, enseñándole la
brillante monedita de oro que iba á poner bajo la almohada de Gilito, en
cambio de su primer diente.



Despertó en esto la madre de Gilito, é incorporóse en el lecho,
contemplando al niño dormido. Amanecía ya, y érale forzoso levantarse
para ganar un mísero jornal, lavando en el río. Cogió á Gilito en sus
brazos, y le puso de rodillas, medio dormido, delante de una estampita
del Niño Jesús de Praga que había pegada en la pared, sobre la misma
cama.


El rey Buby y Ratón Pérez se pusieron de rodillas con el mayor respeto,
y hasta los cazadores ligeros se arrodillaron también, dentro del
canasto vacío en que merodeaban silenciosos.


El niño comenzó á rezar:

--_¡Padre nuestro, que estás en los cielos!..._

Hizo el rey Buby un gesto de inmensa sorpresa al oirle, y se quedó
mirando á Ratón Pérez con la boca abierta.
Comprendió éste su estupor y fijó en el Reyecito sus penetrantes ojos;
mas no dijo una sola palabra, esperando sin duda que otro las dijese.

Emprendieron el viaje de vuelta silenciosos y preocupados, y media hora
después entraba el rey Buby en su alcoba con Ratón Pérez.

Tornó allí éste á meter en la nariz del Rey la punta de su rabo;
estornudó de nuevo Buby estrepitosamente, y encontróse acostadito en su
cama, en los brazos de la Reina, que le despertaba, como todos los días,
con un cariñoso beso de madre.


Creyó, por el pronto, que todo había sido sueño; mas levantó prontamente
la almohada, buscando la carta para Ratón Pérez que había puesto allí la
noche antes, y la carta había desaparecido.

En su lugar había un precioso estuche con la insignia del Toisón de Oro,
toda cuajada de brillantes, regalo magnífico que le hacía el generoso
Ratón Pérez, en cambio de su primer diente.

Dejólo caer, sin embargo, el Reyecito sobre la rica colcha, sin mirarlo
casi, y quedóse largo tiempo pensativo, con el codo apoyado en la
almohada. De pronto dijo, con esa expresión seria y meditabunda que
toman á veces los niños, cuando reflexionan ó sufren:

--Mamá... ¿Por qué los niños pobres rezan lo mismo que yo, _Padre
nuestro, que estás en los cielos_?...

La Reina le respondió:

--Porque Dios es padre de ellos, lo mismo que lo es tuyo.

--Entonces--replicó Buby aun más pensativo--seremos hermanos...

--Sí, hijo mío; son tus hermanos.

Los ojitos de Buby rebosaron entonces admiración profunda, y con la voz
empañada por las lágrimas y trémulo el pechito por el temblor de un
sollozo, preguntó:

--¿Y por qué soy yo Rey, y tengo de todo, y ellos son pobres y no tienen
de nada?


Apretóle la Reina contra su corazón con amor inmenso, y besándole en la
frente, le dijo:
Porque tú eres el _hermano mayor_, que eso es ser Rey... ¿Lo
entiendes, Buby?... Y Dios te ha dado de todo, para que cuides en lo
posible de que tus _hermanos menores_ no carezcan de nada.


--Yo no sabía eso--dijo Buby, meneando con pena la cabecita.

Y sin acordarse más del Toisón de Oro, púsose á rezar, como todos los
días, sus oraciones de la mañana. Y á medida que rezaba, parecíale que
todos los Gilitos pobres y desvalidos del reino se agrupaban en torno
suyo, alzando también á Dios sus manitas, y que él decía, llevando, como
hermano mayor, la voz de todos:

--_¡Padre nuestro, que estás en los cielos!..._

Y cuando el rey Buby fué ya un hombre y un gran guerrero, y tuvo que
pedir á Dios auxilio en los trabajos, y darle gracias en las alegrías,
siempre dijo, llevando la voz de todos sus súbditos, pobres y ricos,
buenos y malos:

--_¡Padre nuestro, que estás en los cielos!..._

Y cuando murió el rey Buby, ya muy ancianito, y llegó su buena alma á
las puertas del cielo, allí se arrodilló y dijo como siempre:

--_¡Padre nuestro, que estás en los cielos!..._


Y en cuanto esto dijo, le abrieron las puertas de par en par miles y
miles de pobres Gilitos, de que había sido Rey, es decir, _hermano

mayor_, acá en la tierra...


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